En numerosos artículos anteriores hemos hecho contundente hincapié en la crítica al Gobierno de ZP. Crítica desde luego nada gratuita, y por supuesto, profundamente intencionada. Ante una situación de tal magnitud como la que atraviesa la economía española y con ella los trabajadores y familias, el color del gobierno o su aire "pseudoprogresista" pasan a un segundo plano con claridad. Nos importa, claro está, que el ejecutivo esté controlado por el lobby progresista (entiéndase este concepto en el particular sentido que le otorga el socialismo español). Pero nos importa y preocupa aun más, mucho más, la ineficacia, la refinada incompetencia de que hace gala a cada momento ese grupo de hombres y mujeres que cada viernes se reune en el Consejo de Ministros. Los datos hablan por sí solos; hemos sido el país de la U.E. con un mayor crecimiento del paro, hemos alcanzado el récord nacional en este aspecto, smos una de las naciones que más ha invertido en la recuperación pero al mismo tiempo de las que menos y más tiempo tarda en recuperarse. Pero los hechos, aquellos que sirven para juzgar la labor del Gobierno, también hablan por sí mismos; destitución del ministro de economía, al que hasta unos días antes se confirmaba en el cargo, en plena crisis, ausencia de un plan de recuperación económica estructural y de grandes dimensiones y, sobre todo, contradicciones e incoherencias constantes. La política fiscal, un elemento tan decisivo con el que trabajar en situaciones de dificultad económica, se juega en el Congreso de los Diputados al mejor postor, cambiando la orientación de la legislación a aprobar en un espacio de horas cuando alguno de los pujadores se retiraba de la partida. E igual ha sucedido con un importante número de medidas anticrisis, de las que un excelente ejemplo es el caso que tratamos.
El valor de los gobernantes representa en muchas ocasiones la voluntad y el estado de ánimo de los ciudadanos. Un Gobierno débil, sin determinación en sus líneas maestras e íntimo de la espontaneidad puede ser fiel reflejo de la nación que lo sustenta. Confundida y aletargada, desconocedora del sentido de la responsabilidad individual para con el conjunto de la comunidad política. Los dirigentes fallan y estorban, son malos. Pero peor puede llegar a ser la inexistencia de protagonismo de los ciudadanos. El no asumir el deber y la responsabilidad que uno tiene por verse afectado en primera persona es sin duda el principal nutriente de gobernantes idiotas.
El tiempo transcurre, y con él las pifias y los desaciertos garrafales. Quizás por eso mismo sea el momento adecuado para volver la cabeza, para cambiar el objetivo de la crítica. O, si no cambiarlo, al menos acompañarlo. Ahora son los españoles los que deben dar muestra de su sentido de la dignidad. Demostrar, o no, que están por encima de actitudes gregarias y dóciles. Que son capaces de tomar las riendas, o no, cuando la situación comienza a desbocarse.