Una de las aparentes ventajas de vivir en un Estado de bienestar, como es el caso español, reside en la preocupación del aparato institucional por garantizar unos niveles de vida dignos, en múltiples ámbitos, para el conjunto de sus ciudadanos. De hecho, esa preocupación queda en muchos casos codificada, registrada en las normas fundamentales que rigen la vida política, social y económica del país. Nuestra Constitución dedica a tal efecto el tercero de sus capítulos, relativo a los principios rectores de la política social y económica. En él, podemos leer dentro del artículo 47 lo siguiente; -Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación-.
Si analizamos paso por paso esta disposición pueden surgir en nosotros reacciones muy distintas, pero la más común será la de creer que nos están tomando el pelo. Y es que el incumplimiento realizado con este artículo es de principio a fin. Porque ni todos los españoles disfrutan de ese derecho, convertido a día de hoy prácticamente en privilegio, ni los poderes públicos realizan promoción alguna de envergadura, ni se establecen las normas pertinentes, ni, por asomo, se impide la especulación.
Nos encontramos ante un incumplimiento constitucional de tal envergadura que harían falta 1.000 magistrados trabajando a jornada completa y sentenciando por doquier para tratar de corregir la situación.
Porque la realidad es diametralmente opuesta a la previsión del artículo; niveles de especulación espectacularmente altos, presentes en casi todas las provincias, tramas de corrupción millonarias y, lo más importante, decenas de miles de jóvenes viviendo en pisos compartidos o con sus padres, así como familias hipotecadas a niveles insoportables durante 30 años para poder disfrutar de un techo.
Por su parte, la respuesta realizada desde el gobierno no deja lugar alguno a la esperanza; 200 euros al mes para que los jóvenes alquilen un piso. Nada de grandes políticas legislativas destinadas a regular convenientemente el uso del suelo, ni a poner fin al mal obrar de promotores y constructores. Sin embargo, el desacierto va más allá.
Nuestros compañeros de Alfonso X editaron recientemente una campaña de carteles con una consigna brillante; El hogar como derecho frente a la vivienda como negocio. Y decimos brillante no sólo por el primer impacto visual que como lema causa, sino porque en sí abarca el problema de fondo apostando simultáneamente por una solución dirigida también a la verdadera raíz del asunto.
Si contemplamos el lugar de residencia de las personas como un bien que no solamente está dentro del comercio, sino que además puede ser uno de los mejores objetos de lucro, habremos dado comienzo al sin sentido al que asistimos hoy en día. La concepción sobre esa residencia, como no puede ser de otra manera ya que a ello nos obliga el sentido común, ha de ser la de un bien comerciable, pero fundamentalmente básico y necesario. Un bien con el que si jugamos ponemos en peligro la estabilidad más elemental de miles de personas y familias. De ahí la tremenda problemática que hoy tenemos entre manos. Provocada por el ánimo de hacer fortuna principalmente de grandes y medianos empresarios, pero también de no pocos particulares, aquellos que dedican sus ahorros a adquirir una segunda o tercera vivienda para su posterior reventa, previa evaluación de su precio. He aquí el por qué de todo. La generalización del concebir la vivienda como objeto de consumo en lugar de un elemento necesario para que el conjunto de los ciudadanos puedan desarrollar una vida dentro de unos niveles dignos, es esa raíz del problema a que nos referimos. Por eso, y sobre todo, frente a eso, oponemos la concepción del hogar. Del vínculo físico que une a las personas, a las familias en las unidades más elementales dentro de la comunidad nacional. El hogar como nivel primario de la vida social, como derecho a cuyo cumplimiento está obligado el aparato estatal. Un derecho que hemos de reclamar abierta y tajantemente, porque nos están privando de él. Y que es nuestro, de todos.
Recogido en nuestra norma fundamental, pero prostituido por la clase política.
Por eso, desde