Hace algo más de un año, y ante el anuncio de la constitución del Tribunal Penal Internacional Especial para juzgar los crímenes contra la humanidad cometidos en Camboya, elaboramos un artículo en este blog donde comentamos con cierta dureza la tardanza demencial en constituir este órgano, que los medios políticos y de comunicación -oficialistas- califican de justicia.
Hoy, después de ver como el inicio de la labor del Tribunal ha despertado algo de atención en la prensa internacional, volvemos a comentar la jugada. A la dureza de nuestro artículo anterior, queremos añadir una reflexión sobre el rol de la Comunidad Internacional en estos casos.
De nuevo, huelga decir que tardar treinta años en constituir un Tribunal para juzgar a los criminales comunistas responsables del mayor genocidio de la historia contemporánea (con la muerte de casi un tercio de la población del país) es un verdadero insulto a las víctimas. Tenemos en cuenta las circunstancias concretas de este caso, las dificultades nacidas por la inestabilidad a posteriori del país y las reticencias en muchos aspectos de los gobiernos camboyanos posteriores. Pero si el Tribunal de Nüremberg fue establecido a renglón seguido de finalizar la II Guerra Mundial, si el TPI de La Haya para la antigua Yugoslavia lleva casi dos lustros de funcionamiento e igual sucede con el existente en Rwanda, no entendemos la tardanza en este caso. Como tampoco entendemos por qué se optó por la fórmula de Tribunal especial, que requiere de la colaboración entre la ONU y las autoridades locales. Que ha producido el que se hable de corrupción, falta de financiación al Tribunal y conflictos entre juristas camboyanos y extranjeros. De hecho, no entendemos casi nada del sentido de justicia aplicado por la Comunidad Internacional. No entendemos por qué se bloqueó y embargó a Serbia, mientras Israel incumple casi como una actividad estatal más las resoluciones de la Asamblea General de la ONU, tampoco entendemos por qué hay genocidas terribles azotados por esa Comunidad Internacional y los medios de comunicación que son juzgados y merecen todos los males del mundo, mientras otros salen completamente indemnes de su actividad criminal.
A Ratko Mladic, general serbo-bosnio acusado de la matanza de 8.000 bosnios musulmanes, todo el mundo lo conoce como el perfecto ejemplo de criminal impasible y maligno, gracias a la profusa labor de la prensa auspiciada por la dichosa Comunidad Internacional. Vamos, gracias a los intereses de sólo algunos de los países integrantes de la Comunidad Internacional. Sin embargo, si interrogamos a cualquier paisano por la calle acerca de Pol-Pot y los Jemeres Rojos camboyanos es probable que piensen que estamos hablando de una salsa para rollitos de primavera. Igualmente, Alemania y de nuevo la Comunidad Internacional condenan la actitud del Vaticano por rehabilitar a un obispo negacionista. Sin embargo, la clase política alemana olvida por completo hacer memoria histórica en torno a la stasi y la brutal represión y crímenes cometidos por las autoridades de la RDA.
¿Cuál es entonces el criterio a seguir para condenar a genocidas y criminales? Pues teniendo en cuenta los ejemplos históricos, ello no depende del número de muertes que causen los criminales, sino de lo bien o mal que caigan a quienes manejan los resortes del poder. Si te llamas Ariel Sharon, aunque poseas un oscuro pasado marcado por el ataque a campamentos de refugiados civiles, con miles de muertes, podrás morir por causas naturales en la cama de un hospital. Si en cambio tu nombre es el de Slobodan Milosevic y se te acusa de actividades de limpieza étnica, morirás también por muerte natural. Sólo que entre los barrotes de una celda de la ONU. Esa es la diferencia entre caer bien y mal.
¿Conclusión? Aparte de que la justicia internacional posee unos criterios irrisorios, los Jemeres Rojos no debían caer excesivamente mal a esos señores que auspician la creación de Tribunales Internacionales.